Más allá de toda medida

Ellen Wesemüller

traducción: Pablo Hernandéz Palazón

El estrecho mando a distancia yacía frío en su mano derecha.

L yacía, con una sábana pegada, apretada en el resquicio entre dos colchones, con la camiseta amarrada al cuerpo, en la cama y miraba la televisión.

En este momento el por poco vivo Heath Ledger entró en la buhardilla de su amado, vivo hasta poco antes, acarició la pequeña figura de un cowboy de madera sobre el escritorio, se giró hacia la cámara – la piel en torno a sus ojos brillaba mojada – y siguió andando en dirección al vestidor. Sacó a la vista la camisa vaquera azul, palpó la sangre reseca en la manga, apretó la camisa contra sí, la olió, se abrazó con ella, se meció con ella.

En realidad L no quería llorar con esta cursilería. Pese a ello, el cálido líquido lacrimal cayó del centro de los pegados párpados inferiores a las mejillas, se acumuló en la comisura de la boca, donde la lengua lo recogió y transmitió el sabor de agua salada al cerebro.

L apagó la televisión y se quedó mirando fijamente el cristal negro. Tras un breve lapso de vacilación, tenía el mando pillado entre las nalgas. Los pequeños botones hacían cosquillas al contacto con la piel cálida y suave, el plástico frío excitaba el orificio. L siguió empujando el mando. Como tan a menudo, L se propuso usar el objeto por última vez de esta forma, limpiarlo después concienzudamente con una toallita húmeda para librarlo del olor dulzón que siempre se quedaba adherido a él.

Una llave hurgó en la cerradura, se giró y de un empujón abrió la puerta, que emitió un ligero chirrido. L metió el mando debajo de la cama, se pasó la mano por encima de los ojos y escondió las húmedas palmas de las manos de nuevo bajo la manta.

Cuando F entró en la habitación, L apretó los ojos e hizo como que dormía. Oyó a F quitarse la mochila de la espalda y dejarla a un lado, abrirse la cremallera de la chaqueta, sentarse en el sofá enfrente de la cama, quitarse las zapatillas de deporte con el pie respectivamente contrario. Oyó a F levantarse de nuevo, dar unos pasos y detenerse delante del borde de la cama. Sintió que F observaba a L. Que F se desabotonaba la camisa, muy lentamente, se desabrochaba el cinturón, dejaba caer los pantalones. Se quitaba los bóxers. L parpadeó a través de sus ojos entrecerrados.

L vio: una polla.

Él estaba allí.

Se sentó en el borde de la cama y echó la sábana hacia atrás. L apretó los ojos fuerte. Le quitó los bóxers a L, le sacó la camiseta empapada de sudor por la cabeza. Entonces se tumbó sobre el vientre de L. Abrió las piernas de L, se cogió la polla y movió su mano rápido arriba y abajo. Presionó su piel contra la piel ajena, la suya propia se humedeció, la ajena siguió estando seca. Se apoyó con la mano libre, presionó todo su peso contra el orificio ajeno, se deslizó dentro, estaba dentro de L.

Ella estaba allí.

Ya daba igual que abriera los ojos. De todas formas él no se seguía creyendo que estuviera dormida. “Hola, Lena”, le susurró al oído. Ella dijo: “Fran”. “No digas nada”, dijo Fran y le tapó la boca con la mano. “Mi pobre cosita enferma”. Lena notó el sabor del líquido preseminal transparente entre los dedos de él, líquido del que una vez había oído decir que lo llamaban gotas de anhelo y que ahora le volvía los labios pegajosos. Frank se movía lentamente arriba y abajo. “¿Podemos estar callados?”, preguntó después de un rato. Lena asintió. Él le quitó la mano de la boca, le agarró los pechos. Sus dedos se deslizaron sobre la piel de Lena, sus uñas se engancharon en sus pezones. Ella gimió y giró el tórax hacia el lado. “No te muevas”, dijo Frank. Con sus manos le sostuvo la cintura firmemente y la apretó contra el colchón. “Que si no no siento nada”.

Lena dejó de moverse. Dejó de notar sabor. Se le cerraron los ojos. “¡Mírame!”, susurró Fran. Ella lo miró. Se propuso mirarle fijamente a los dos ojos, pero estaba demasiado cerca de ellos, de modo que se tuvo que decidir por uno. Así que le miró al ojo derecho, en el iris marrón, a través del círculo negro de la pupila. Detrás de la pupila vio la imagen reflejada de: sí misma. Una cabeza enorme, dos grandes pechos, de ahí para abajo todo se iba haciendo más pequeño hasta desaparecer. Entonces Lena vio a través de sí misma y no vio nada más.

Un hombre, una mujer.

Sus pezones se pusieron duros y dolieron. ¿Es que están excitados?, se preguntó Lena. No puede ser. Me sabotean. ¡Ya no están conmigo! También la sequedad de su raja se había vuelto húmeda. ¿Eso también es mío?, se preguntó. Es culpa mía. Entonces es sólo culpa mía.

La siguiente vez que él agarró uno de sus pechos, éste se desgajó. Ni rápida, ni dolorosamente. Despacio y de común acuerdo. Primero una pequeña grieta, luego una hendidura, y de repente ya no estaba. Lo mismo con el otro pecho. No hizo daño, no fluyó nada de sangre. Primero ella aún veía cómo él seguía amasando sus pechos, se aferraba a ellos, los mordisqueaba. No se da cuenta en absoluto de que están arrancados, pensó Lena. Vio los rojos verdugones que sus uñas dejaban, la piel levantada, pero ya no sentía nada. En su tórax, ahí donde antes habían estado sus pechos ahora había dos grandes agujeros. Negros y tranquilos yacían allí, como dos profundos lagos.

Un dolor punzante atravesó a Lena. Venía de muy abajo, muy dentro. Soltó un grito quedo. “¿Te gusta?”, preguntó Fran. Al final de la raja la piel de Lena se iba rallando, las heridas se volvían a cerrar, se volvían a abrir, se volvían a cerrar. El dolor se hizo sordo. Entonces se desgarró algo por debajo de su ombligo. Una fisura se abrió, también ahí, dividió el cuerpo de izquierda a derecha en un arriba y un abajo. Entonces dejó de doler y dejó de rallarse la piel y dejó de cerrarse.

Lena voló bajo el techo de la habitación y se quedó colgada en la esquina superior de la ventana. Limpieza había aquí, en el papel de fibra gruesa. Luz había aquí, en la pared alumbrada por el sol. Puedo volar, pensó Lena, yo antes sabía, lo aprendí en todos mis sueños, pero a pesar de ello siempre lo vuelvo a olvidar. Miró hacia abajo a la cama. Vio el culo desnudo de Fran, que se movía cada vez más rápido arriba y abajo. Los hoyuelos en las nalgas, los músculos de sus hombros, la nuca.

Debajo de él se vio a sí misma.

Y entonces se acabó. Fran sacó su polla de la raja, se incorporó, fue al baño.

Con una sacudida Lena cayó del techo a la cama. Se quedó allí tumbada, y estaba tumbada, y no podía pensar. Y pensó: en realidad ahora debería ponerme mis zapatos, pero para eso necesitaría primero pies y no tengo. En realidad debería coger y salir por piernas, pero para eso necesitaría primero manos y piernas. Sin embargo, también podría sentarme primero, beber un trago de agua del vaso que hay sobre la mesita de noche, pero no hay ningún regazo sobre el que me pueda sentar, sobre todo no está el mío.

El primero que apareció, porque se estaba mojando, fue el regazo. Un líquido frío y húmedo salía de él, fluía en la raja del culo. Goteaba en la sábana, se impregnaba en el colchón. Regazo, pensó, entonces tú eres el mío. Pero el regazo estaba un poco torcido y uno no se podía sentar sobre él con tanta facilidad. Lena cayó de lado.

En el baño la tapa del váter dio contra la cisterna. Lena tenía que darse prisa. Pero, ¿qué buscar? ¿Qué encontrar? Si allí ya no había nada. ¿O sí? Notó los arañazos lacerantes. Eso son mis pechos, pensó. En el baño sonó la descarga de agua del váter. Los pechos yacían muy lejos el uno del otro, demasiado lejos: uno estaba colgado en la pared, el otro al pie del colchón. “Ok, pechos”, dijo Lena. “Venid aquí, el uno detrás del otro.”

La tapa del váter golpeó contra la cerámica de la taza. Lena pensó que ya no podía malgastar mucho más tiempo, que tenía que avanzar más deprisa. Sintió un hormigueo en las puntas de los dedos y sacó de debajo de sí su camiseta, que estaba mojada pero era lo suficientemente grande como para servir de bolsa. Se puso a buscar y reunir las partes de su cuerpo, recogió lo que pudo encontrar.

Primero encontró: el culo, la parte interior de los muslos, los huesos de la cadera, los labios. Estos miembros fueron fáciles de encontrar porque no había ido a parar muy lejos. Todos estaban todavía desordenados sobre la cama: el culo se escondía detrás de una arruga de la manta, la parte interior de los muslos se había colado entre la cama y la pared, los labios se habían enganchado succionando en la almohada, como si ambos se besaran. Lena recogió los miembros y los puso en la camiseta.

Lo que fue más difícil de encontrar: ojos entrecerrados, húmedas palmas de las manos, comisuras de la boca, sudor, mejillas, lágrimas, sienes, raíces capilares. Por último Lena dio con las lágrimas y el sudor, que se habían colgado en el aire. Las mejillas estaban pegadas al papel de fibra gruesa, los ojos entrecerrados miraban fijamente por la ventana la inundación del sol de mediodía, las húmedas palmas de las manos se habían tendido sobre la alfombra para secarse.

Lo que era fue imposible encontrar: la pulsación de las arterias, el corazón latiente.

La puerta del baño se abrió. Ya no tenía más tiempo. Se ató los pies a toda prisa bajo las piernas, envolvió los muslos precariamente en torno a los huesos de la cadera, juntó los restos en un montón, anudó la camiseta y se la echó sobre la espalda torcida antes abrir la puerta y deslizarse hacia abajo por la barandilla de la escalera.

De pie en la calle tomó aire profundamente. Desde que vivía en la ciudad no había vuelto a oler a primavera. El calor del aire, sin embargo, le hizo intuir que en algún sitio del mundo, en lugares donde después del mediodía hay tarta de ciruelas con nata, donde las paredes despiden olor a madera y hombres viejos llevan moños gruesos y grises en el cogote, que allí en algún lugar ahora olía exactamente a primavera.

Cojeó hasta la estación del metro y, antes de bajar los escalones, alzó la mirada de nuevo al balcón. Apoyado en el pretil estaba colgado, torcido e incompleto, con la cara descompuesta: F.

Bajar las escaleras de la estación del metro sin dedos de los pies ni articulaciones de las rodillas fue trabajoso. Lena sudó. A mitad de la escalera se tuvo que quedar parada y le entró un ataque de tos. Abajo, en la estación, el frío de las paredes de hormigón le penetró hasta los huesos.

El metro llegó con ruido. Lena cruzó con cuidado por encima del hueco al vagón y se sentó en un asiento libre. Meció la cálida camiseta-bolsa sobre su regazo, la palpó con cuidado, acarició sus redondeces.

Un par de ojos frente a ella clavó su mirada a la altura de sus pechos. Bajó la mirada sobre sí misma. En efecto, allí estaban de nuevo. Se habían juntado, se estiraban, apretaban sus pezones contra el jersey. Lena echó los hombros hacia adelante y cruzó los brazos sobre el vientre. Miró fijamente la entrepierna del hombre, pero en seguida se dio cuenta de que no se sentía con ganas de atacar y, lo que es más, que eso a lo mejor ni siquiera era un ataque, sino que con mucha más probabilidad al hombre le estaba gustando. Se levantó y se puso junto a la puerta. Lo miró a través del reflejo del cristal, tenía los ojos clavados en su culo. Vaya, ahí está él otra vez, pensó Lena. Decidió apearse en la siguiente estación y hacer el resto del camino a pie.

En el parque se sentó en el césped. Dejó la camiseta-saquito a su lado. Contempló durante mucho tiempo los bultos informes tras la tela. Entonces deshizo la bolsa cuidadosamente.

Primero sacó finos mechones de pelo, reflexionó un momento y se los pegó sobre los párpados. Entonces salieron a la vista un par de dedos de los pies, que, tras vacilar un poco, encontraron lugar entre los dedos de las manos, en primer lugar los pequeños, después los grandes. Los pliegues de los codos se repartieron uniformemente en ambos pies, los lunares se reunieron en círculo alrededor del ombligo. Por último la mano cogió una polla de la bolsa y se la enganchó en la pelvis. Portado por un suave viento, una risita aliviada susurró entre los árboles.

Poco a poco se fue vaciando la camiseta y llenando el césped. Cuando no quedaba nada más por repartir, el cuerpo se estiró a lo largo. Briznas acariciaban sus grietas, el sol soldaba sus heridas. Entonces L oyó latir un corazón.